La democracia peruana, hoy con casi treinta años de vigencia presidencial y muchas bajas, pero elegida por las urnas libres de manera continuada, constituye una aureola y nos damos cuenta de ello. Es un lapso suficientemente largo para que muchos peruanos hayan olvidado los años oxidados y frágiles de Juan Velasco Alvarado.
Las masas y la élite llenaron la Plaza Bolívar y coreaban “por más años de democracia” como una cálida expresión de deseos para el regreso de este sistema de gobierno. Todos nos preguntábamos, en el fondo si al gobierno civil resistiría tanto. Superamos y dejamos constancia –tanto la élite como la masa anónima- que antes los derechos humanos habían sido quebrados y el pueblo no podía elegir a sus gobernantes.
Había existido antes inmoralidad, decadencia, improvisación, falta de libertades públicas, violencia, caos y desorden. Muchos peruanos no sabían qué significaba vivir bajo el imperio de la Constitución y de la ley, pero ahora sabemos lo que significa estar dentro del marco de la Carta Magna y de las leyes. El velascato no podía ocultarnos aquel detalle. Lamentablemente, la conciencia y la memoria política surgen no antes de la adolescencia. Los que nacieron bajo la garra militar, no vivieron bajo el hálito de la democracia.
La conciencia y la memoria política despuntan no antes de la adolescencia. Por lo tanto, a los millones de peruanos que nacieron después de ese 28 de julio que asumió la presidencia el arquitecto Fernando Belaunde Terry les era anormal el sistema democrático. Muchos no tienen vívidos los episodios anteriores con Velasco Alvarado, años de tiranía e ilegalidad. Hoy día, opino, que la democracia no corre riesgo de ser interrumpida.
El Congreso desde 1980 se convirtió, con luces y con sombras, en uno de los pilares del país en el que vivimos de manera ininterrumpida desde hace 29 años. Parecería que la democracia ha pasado la prueba de fuego y curado la fatalidad de las insurrecciones militares. Bien será decir que el Parlamento es uno de los soportes de la democracia aunque muchos mediocres y turbios hayan obtenido escaños tanto en el régimen bicameral como en el unicameral.
A veces, ha sido el mal espejo de leyes absurdas, no idóneas, arbitrarias, de grupo, pero así es la democracia, aunque no guste toda la imagen que refleja. Cada gobierno y parlamentarismo tiene sus momentos ignominiosos, esos de los que no deben olvidar y que, sería lo sano, no deberían repetirse.
La justicia ha funcionado, después de la época de Leguía –muy antaño- como un hospital de emergencia de la democracia que no ha superado las taras políticas y sociales, pero que también vivió momentos aislados de éxitos. Muchos magistrados han sido o son sacados de los infiernos dantescos de la corrupción y del “tarjetazo”.
Los esfuerzos legislativos, orientados a la simplificación de los procedimientos legales, a su sencillez y transparencia, no han sido exitosos en los últimos 50 años. En este tema de las reformas integrales de la materia judicial, ha decidido una rara incapacidad. Un recuerdo dramático está en unos párrafos del Inca Garcilaso de la Vega, publicado en 1589, cuyo texto es del siguiente tenor: “Decían que por la dilación del castigo se atrevían muchos a delinquir, y que los pleitos civiles, por las muchas apelaciones, pruebas y tachas se hacían inmortales y que los pobres, por no pasar tantas molestias y dilaciones eran forzados a desamparar su justicia y perder su hacienda, porque para cobrar diez se gastaban treinta”.
Hoy, en un nuevo milenio, podemos afirmar, sin margen excesivo de error, que los pobres se retraen de concurrir a la justicia, la que es costosa, pese a que la Constitución Política establece su gratuidad.
Urgen, pues, las reformas legales orientadas a la simplificación y agilidad de los procedimientos. El procedimiento oral, forma de justicia sin abogados en determinados asuntos, y el uso de la mediación y la conciliación como métodos de resolución de disputas, son promisorios senderos susceptibles de explorarse, activamente, en nuestro medio. Estamos viendo por los canales de televisión el mejor ejemplo: la actuación incompetente, arrogante, indiferente y sin respeto por los derechos humanos que merecen muchos inculpados, y que son ajenos a la percepción política de las delicadas funciones administrativas.
De aquí que los esfuerzos que se orienten a dignificar, preparar y entrenar al personal judicial de todos los niveles, con acento en la ética y la responsabilidad judicial, se ubican en el camino correcto, pues la mejor garantía de los derechos de las personas radica en los rasgos personales del cuerpo judicial.
Los honorarios de los abogados, los gastos lícitos y otros indebidos colindantes, con formas más o menos sutiles de corrupción, y el tiempo que los usuarios de la justicia deben restar a su trabajo, constituyen barras económicas, costos imposibles de solventar para sectores muy extensos de la población.
Enfrentados a necesidades prioritarias de alimentación, salud o vivienda, la solución de sus problemas legales o judiciales viene a ser un lujo. ¿Quiénes deben contribuir a la solución de tan importante problema social? En nuestra opinión, el Estado, las universidades, los Colegios de Abogados y los abogados mismos, las fundaciones y las empresas, entre otros.
El Estado debe incrementar, en lo posible, sus aportes económicos, pero debe abandonarse la idea de constituirlo en el único sostén de los programas de ayuda legal. Desde que exige a todos el irrestricto obedecimiento de las reglas del Derecho, cualquiera sea su condición social o económica, el Estado tiene la correlativa obligación de asegurar que nadie quede fuera del sistema de justicia. Desde este punto de vista, el acceso a la justicia es una necesidad pública que requiere, para su satisfacción, recursos adicionales de ese tipo. La contribución fiscal es, por lo tanto, imperiosa, pero resulta ilusorio pensar que por sí sola puede resolver el problema de acceso a la justicia, como lo demuestra la experiencia de los países desarrollados. Además, no es conveniente que el Estado sea el único proveedor de ayuda legal, porque a menudo es parte en la contienda, lo cual afecta la independencia de los programas financiados con recursos públicos.
Las universidades, por su parte, pueden hacer una importante contribución económica y humana al problema del acceso a la justicia incentivando el aprendizaje del Derecho, a través del servicio público. Las clínicas jurídicas de las facultades de Derecho se encuentran en óptima posición para proporcionar asistencia legal de calidad a escala reducida, con importantes proyecciones y aportes al mejoramiento teórico y práctico de la enseñanza del Derecho, de la investigación jurídica, de la profesión legal y de la administración de justicia con su componente de acceso.
Los servicios legales deben estar disponibles para todos los sectores sociales, sin costos desiguales para los pobres. Una justicia eficaz no debe privilegiar sólo a los ricos. No debemos postergar a los marginados en una era democrática.
No debemos ser cortos en la extensión del concepto puro de democracia. Dejemos de pecar de diminutos. Ha quedado en el olvido el concepto de seguridad jurídica: poder vaticinar, con relativo criterio el resultado de los procesos judiciales. Para lograr este fin los magistrados no deben ser atrabiliarios ni solónicos.
Los fallos deben ser inteligibles, sintéticos, enjundiosos, ajenos a posiciones doctrinarias discutibles sino sustentados en la Constitución y la ley. Para que un inculpado sea condenado a la pena de 25 años de privación de libertad debe haber existido dolo causante y volitivo. Y las teorías del delito deben ser utilizadas correctamente.
Tanto la teoría de la acción causal de von Liszt, la teoría de la acción final del alemán Hans Welzel y la finalista de Eberhard Schmidt exigen una conducta de dolo volitiva. Si no hay dolo no existe pena de 25 años de reclusión penal.
La conclusión fáctica es que las sentencias complejas –y arbitrarias también- vuelven más costosa a la justicia para quienes pretenden ser absueltos de delitos que no han cometido. El Palacio de Justicia no puede convertirse en la sede suprema de la fatalidad humana, como ha sucedido con un ex presidente del Perú y las sentencias judiciarias, cualquiera que sean, no deben tener sombras que nublen su camino normal.
Me invitaron a comer, con poca amenidad, unos flamantes jueces de primera instancia. Querían que compartiese su alegría por el fallo a Fujimori y el acuerdo desde antes de iniciar el juicio, su intención de condenar al inculpado. Los fallos condenatorios de ex- presidentes son uno de los “puching balls” favoritos de quienes tienen poco criterio.
A miles de homicidas se les condena por veinte años y sólo uno o tres jueces reductan el fallo y un regimiento de abogados participa en el asesoramiento de las sentencias como sucedió con Fujimori.
Es probable que la judicatura haya resuelto antes del juicio, tomando la decisión de condenar a Fujimori: Pero existe la evidencia de que se ha extendido en demasía la pesarosa mala conciencia a un fallo muy controvertido, basado en doctrina que no es fuente de Derecho.
Colaborador Dr. Jorge Basadre Ayulo. Este Artículo se publicó en el Diario La Razón de Lima Perú
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