jueves, 18 de junio de 2009

DEMOCRACIA O TOTALITARISMO EN EL PERU

La matanza de 24 policías en Bagua e Imazita no debe quedar como un episodio más de la escalada de violencia que, desde hace varios años, impulsan en el país en nuestro país los grupos chavistas locales con el fin expreso de desacreditar al sistema democrático y de allanar el camino para que tome el poder una opción política totalitaria.Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen.

La ciudadanía espera, con justa razón, que los autores materiales e intelectuales de este crimen abominable sean identificados, capturados y castigados con todo el rigor de la ley, lo más pronto posible. El problema es que la historia reciente nos enseña que esta expectativa ha acabado siempre convertida en frustración.

Una vez más, hemos escuchado a las más altas autoridades del Ejecutivo y del Congreso prometer que castigarán los responsables de este nuevo baño de sangre, “caiga quien caiga”. Yo, francamente, no les creo.

¿Alguien ha sido condenado por la muerte de los tres policías asesinados a tiros durante el desalojo del bosque de Pomac, ocurrido en enero pasado? Que se sepa, nadie.

¿Quién ha sido sentenciado por el ataque y secuestro de 60 policías registrado en octubre del año pasado en el puente Montalvo de Moquegua? ¿Qué castigo han recibido los que asaltaron y quemaron la comisaría de Celendín en marzo del 2008, o los que atacaron la comisaría de Juanjui en diciembre de ese mismo año? Tampoco hay respuesta.

Nos faltaría espacio para recordar todas las agresiones que ha sufrido la autoridad policial durante los últimos años por parte de turbas enardecidas que actúan siempre azuzadas por agitadores que buscan desestabilizar la democracia.

Es fácil acusar a los agitadores y cargar sobre ellos toda la culpa de esta situación de anarquía y desgobierno que corroe los cimientos del estado de derecho, cuando el fondo del problema es otro: la complicidad del estado y de algunas instituciones sociales con esos grupos.

No es que el estado se ponga de acuerdo con los chavistas y las ONG caviares para desatar la violencia en el país; se trata de una complicidad por omisión en la que han incurrido ciertos gobernantes y legisladores por ignorancia, cálculo político o interés electoral.

Tampoco quiero decir que las instituciones aludidas se confabulen con los grupos que alientan el vandalismo y el sabotaje; sino que han adoptado como válidos falsos valores, creyendo de buena fe que son democráticos.

Así hemos llegado a la absurda situación en que el principio de autoridad es socavado desde el propio estado y desde la sociedad, los cuales han aprobado como legítimas diversas normas y criterios que criminalizan de hecho la labor policial, militar y de inteligencia.

Según la Constitución, el estado tiene el monopolio del uso de la fuerza y es legítimo que recurra a ella para mantener el orden y para proteger a la sociedad; sin embargo, ese mandato ha sido desplazado por una penalización de facto del derecho del estado a defenderse contra violencia.

Se han impuesto la idea absurda de que represión policial es sinónimo de crimen, de que el estado está obligado a dialogar con quienes utilizan la violencia para plantearle reclamos, y de que es criminal responder con la fuerza pública a los grupos que recurren a la violencia.

Cuando los agitadores y la turba rodearon a los policías en la estación del oleoducto de Imazita, estos tuvieron dos alternativas: rechazar el ataque con sus armas, con lo cual habrían salvado sus vidas e impedido la ocupación del oleoducto, o ceder a la presión de los agresores.

La primera opción la descartaron de plano porque si un agresor moría el propio estado que les había enviado para proteger el oleoducto iba a condenarlos como criminales, así que buscaron el diálogo con la turba, pero fueron asesinados cruelmente.

Casi el mismo trance vivieron los policías atacados en Moquegua, Pomac, Celendín y Juanjui. Se sintieron atados de manos, impotentes de actuar, desamparados, abandonados a su suerte por el mismo estado que los había enviado a enfrentarse con los vándalos y criminales.

Por eso el mejor homenaje a nuestros 24 mártires de Bagua sería acabar de una vez con el abandono legal en que se encuentran nuestros policías y militares por parte del estado, el cual los deja indefensos cada vez que las ONG de derechos humanos los acusa de supuestas violaciones de derechos humanos.

Los policías asesinados en Bagua han muerto por culpa de los asesinos, pero también por culpa del estado incapaz de imponer el respeto a la autoridad. La izquierda le ha hecho creer a éste –igual que a cierta prensa - que reprimir la violencia es autoritarismo. Por eso se paraliza mientras aquella lo desborda, por miedo a que lo llamen “autoritario”.

Y cuando digo el estado, me refiero al gobierno, al Congreso, la Defensoría del Pueblo, al Ministerio Público y al Poder Judicial, instituciones que han asumido como legítima la doctrina de las ONG que criminaliza el uso de la fuerza pública.

El Congreso tolera la persecución judicial contra policías y militares que cumplen su deber, mientras que los representantes del sector Justicia ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos se allanan de manera sistemática ante las acusaciones presentadas por las ONG contra nuestros policías y militares.

El Ministerio Público y el Poder Judicial permiten que esas mismas ONG den cursos de “capacitación” a fiscales y jueces, a quienes les enseñan cómo deben procesar las denuncias planteadas por los mismos “capacitadores” contra policías y militares, presumiendo siempre culpables a los denunciados.

El ministro de Defensa ha anunciado la creación de una Defensoría del Militar para que defienda a los militares, lo cual es absurdo porque es el mismo estado el que los acusa y los persigue. ¿No es mejor acaso acabar con el andamiaje legal que hace posible la persecución, y cortar así, de una vez por todas, con tales mecanismos perversos?

En vez de crear esa Defensoría, el ministro debería pedir que los juzgados, tribunales y fiscalías especiales de DDHH sean conducidos por magistrados ajenos a la influencia ideológica de las ONG caviares, independientes y comprometidos con el estado de derecho.

La noche del domingo último, cuando se había confirmado el asesinato de 24 policías en Bagua, el canal de cable del grupo El Comercio entrevistó casi una hora a un “analista” político de vieja militancia comunista, quien hizo malabares para racionalizar lo irracional, buscando argumentos antropológicos, culturales, etc., para justificar la matanza.

El mensaje que dejó fue: la culpa es del sistema político porque es incapaz de resolver los problemas y porque recurrió a la policía en vez de aceptar las exigencias del “pueblo”. El televidente debe haber llegado a la conclusión falsa de que la democracia es ineficiente, injusta y genera violencia y muerte. No lo dijo, pero quedó claro: Humala es la alternativa.

¿Hay tanta ingenuidad en ese medio como para dejarse meter semejante contrabando político ideológico? Creo que el canal actuó de buena fe, y convocó al analista caviar porque también cree que si el estado recurre a la fuerza es autoritario. Un ejemplo ilustrativo de cómo se han impuesto conceptos falaces como reales.

Los directivos de esa empresa periodística deberían meditar al respecto y preguntarse ¿cuándo un gobierno democrático debe recurrir a la fuerza? ¿Por qué nunca debe hacerlo si el uso de ese recurso está consagrado en la Constitución? ¿Creen ustedes de veras que la culpa de lo sucedido es del sistema democrático?

En otro plano, la matanza de Bagua abrió un momento de definiciones en el que se ha decantado nítidamente quién está del lado de la democracia y quién están del lado del totalitarismo que conspira para desestabilizarla, en la perspectiva de liquidarla.

El presidente de la república dejó en claro en carácter político de la asonada en la selva al señalar cómo lo que debía ser una protesta social se convirtió en los hechos una acción coordinada y bien planeada de sabotaje al sistema energético nacional y a las redes de abastecimiento de alimentos del norte y del sur del país.

El mismo día que fueron asesinados los policías, grupos organizados y armados con bombas incendiarias atacaron puntos estratégicos de Bagua, para sembrar el caos. No hubo un desborde espontáneo de una masa sino un ataque selectivo hacia objetivos políticos claros.

Frente a hechos tan evidentes, el Apra, Unidad Nacional, Renovación Nacional, Somos Perú, el fujimorismo y Solidaridad Nacional cerraron filas en defensa del sistema democrático, mientras que el humalismo y la izquierda caviar apoyaron abiertamente la asonada, y Toledo la justificó oportunistamente sacando un pésimo cálculo electoral.

Patético el papel de la Defensora del Pueblo, Beatriz Merino, quien siguió presionando al Ejecutivo a que se siente a negociar con los dirigentes de los nativos, como si nada hubiese pasado, después del asesinato en serie de los agentes del orden.

Merino se dio tiempo además para insinuar un ocultamiento de detenidos por parte del ejército, al afirmar que había encontrado 39 intervenidos en el cuartel de Bagua, mientras que el Ministerio Público había reportado 20 detenciones. Lo que no dijo es que los 19 restantes fueron arrestados después de que la fiscalía hizo su reporte.

A los humalistas y a las ONG caviares se les cayó la careta y mostraron su verdadero rostro totalitario al encubrir los primeros la fuga del responsable político de la matanza de los policías, Alberto Pizango, y al asumir las otras la defensa legal del cabecilla y de sus cómplices.

Opinión de Victor Robles Sosa .Periodista y Director Ejecutivo del Instituto Paz, Democracia y Desarrollo (Ipades)

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