Por Víctor Robles Sosa (*)
Estoy convencido que a Alberto Fujimori lo van a condenar igual en segunda instancia porque es la consigna impartida por quienes ejercen hoy un control sordo y subterráneo de la administración de justicia, igual de perverso al que practicó el siniestro Montesinos a partir de 1998. Todos los saben, pero nadie lo comenta.
Estoy más convencido aún de que la sala San Martín primero, y ahora la que preside el comunista maoísta Duberlí Rodríguez, han sido montadas por ese poder manipulador de manera ex profesa para perjudicar al ex jefe de estado. En política no hay casualidades, jamás.
Yendo al contenido de la sentencia dictada por la sala que preside César San Martín, la primera conclusión es que el juicio ha sido una farsa porque los argumentos que sustentan la condena son los mismos que sostiene el informe final de la extinta y nefasta Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
San Martín, Prado Saldarriaga y Príncipe Trujillo han hecho lo mismo que hacen los malos estudiantes de ahora: entran a Internet y se copian trabajos anteriores en vez de hacer la tarea que les dejó el profesor. “Copy-paste” es el título que debió llevar la resolución del tribunal en el juicio a Fujimori.
La tesis de la autoría mediata por dominio de los hechos aplicada por la sala para sentenciar a Fujimori no la han creado ellos, ya había sido usada para culpar a Fujimori en el informe final de la ex CVR por los asesores legales de ésta. Según los convenios de cooperación suscritos por la ex CVR, la entidad que le brindó asesoría en esa materia fue la Comisión Andina de Juristas,(CAJ), la ONG de Diego García Sayán.
El grave error de la defensa de Alberto Fujimori fue haberse confiado en que la sala San Martín era ajena a esa corriente de pensamiento caviar y que actuaría con criterio estrictamente procesal penal. Como bien dijo alguna vez el presidente Alan García, en política no hay que ser ingenuos, doctor César Nakasaki.
Por esta razón, Uri Ben Schmuel y quien escribe esta columna sostuvimos que la defensa de Fujimori, o más aún, la defensa del papel que cumplió el estado peruano para vencer al terrorismo, debía ser sobre todo política, con énfasis en desbaratar los argumentos políticos esgrimidos desde el 2003 por la ex CVR, porque era un hecho que el tribunal digitado por la izquierda caviar iba a apoyarse en ellos.
El doctor Nakasaki, excelente abogado, erró al cerrarse en una defensa estrictamente procesal penal, dejando de lado o restándole prioridad a los argumentos de contenido político utilizados por la ex CVR, principalmente el que acusa a Fujimori de haber liderado un régimen político espurio y inconstitucional, por tanto propicio para montar aparatos criminales de poder.
Cuando los abogados de la parte civil y ciertos testigos repetían ante el tribunal el término “dictadura”, el abogado debió entregar a la sala la resolución de la OEA de 1992 que reconoció al acusado como presidente legal del Perú después del llamado auto golpe del 5 de abril; también la resolución de 1993 del Congreso Constituyente Democrático (CCD, surgido del sufragio ciudadano) que legitimó la continuidad constitucional del mandato de Alberto Fujimori, así como la lista de los partidos políticos que participaron en ese congreso, legitimando así el estado de derecho.
Cuando se adujo que “nada justificaba” el 5 de abril de 1992, Nakasaki debió entregar a la sala la lista de miembros del Congreso de entonces para probar que el gobierno sólo contaba con el 20% de la representación nacional. Debió entregarla junto con la Ley de Control de los Actos Presidenciales que ató de manos a Fujimori en la lucha contra el terrorismo y dejó abierto el camino para vacarlo del cargo, o las resoluciones del Tribunal Constitucional que bloquearon las reformas económicas. Estos son atenuantes sólidos, como bien ha señalado el destacado constitucionalista independiente José Luis Sardón.
Cando se acusó al estado peruano de haber practicado una política de estado de violación sistemática e indiscriminada de derechos humanos, el doctor Nakasaki debió presentar de inmediato el Decreto Ley 25592, del 2 de julio de 1992, que tipificó el delito de desaparición de personas; el Decreto Ley 26926, del 19 de febrero de 1998, que introdujo en nuestra legislación los Delitos de Lesa Humanidad; la Ley de Arrepentimiento que perdonó a miles de terroristas convictos y confesos, entre otras.
El abogado del ex presidente le restó importancia a todas estas acusaciones creyendo que el tribunal se centraría en el aspecto procesal penal. Se equivocó y aparentemente sigue equivocado, según sus declaraciones de prensa.
En la segunda instancia, creo que el tribunal también condenará. Ya sabemos que ha sido montado ex profesamente para condenar al acusado, pero la defensa debe atacar las falacias que han sido tomadas por la sala San Martín del informe de la ex CVR y desnudarlas ante el país porque, al fin y al cabo, el que vale es el juicio histórico.
El juicio político ya está resuelto: según la encuesta de la empresa CPI, el 59.4 por ciento de los ciudadanos reaccionó indignado contra la sentencia a Alberto Fujimori, rechazándola por injusta.
No se trata de defender a Alberto Fujimori el político, sino al presidente que lideró al país en una guerra injusta y cruel a la que nuestra sociedad fue empujada por una secta fanática alentada por políticos de izquierda demagogos que traficaron con las ideas radicales para satisfacer su vanidad burguesa. Son estos los que pretenden escribir hoy la historia de lo que sucedió.
Lo que defiendo en primera instancia es la verdad histórica frente a una millonaria campaña mediática y política que pretende torcer la realidad y hacernos creer que los peruanos cometimos un error al derrotar a los terroristas, que estos eran “luchadores sociales” y que nosotros jamás defendimos la democracia sino la injusticia. ¿Podemos aceptar estas enormes falacias?
Y en segunda instancia me siento obligado a rechazar la sentencia porque sienta un precedente oscuro que permite que en el futuro cualquier persona pueda ser condenada sin que exista ninguna prueba ni ningún testigo que sustenten la acusación. La propia sentencia lo dice: “No hay pruebas directas…”
Quienes sostienen que se ha hecho justicia ignoran (o lo saben bien, que es peor) que en democracia no puede haber justicia sin Derecho porque éste es el único que garantiza que una persona sea juzgada con estricto apego a las leyes que tipifican los delitos y reglamentan los pasos que deben seguir los procesos judiciales. Sin estado de Derecho no hay orden constitucional, señores.
El Derecho garantista, que es el que impera en nuestro país, presume inocente al inculpado hasta que el fiscal pueda demostrar lo contrario, y establece de manera inequívoca que nadie puede ser condenado sin pruebas, sean estas documentales o testimoniales directas.
El tribunal San Martín se ha saltado con la garrocha el Derecho garantista y ha preferido usar el Derecho del Enemigo, utilizado solo cuando se quiere arribar de todos modos a una condena del procesado.
A falta de pruebas, la sala San Martín ha convertido en “indicios razonables” todos los dichos, versiones periodísticas, testimonios indirectos y pruebas rebatidas durante el juicio oral, a partir de la siguiente premisa subjetiva y política: “el régimen de Alberto Fujimori fue una dictadura, los dictadores dirigen aparatos criminales de poder; por lo tanto, él debió conocer la existencia del grupo Colina y de sus crímenes”.
Esta premisa es la piedra angular de la sentencia, el referente único y básico que le permite darle el carácter de “indicios razonables” a todas las deducciones que hacen los vocales para arribar a la conclusión de que Alberto Fujimori es culpable.
Lo han hecho así porque creen que hay supuestamente un “consenso” al respecto, desconociendo que esa unanimidad sólo existe en el juicio mediático y en ciertos círculos políticos, no en la sociedad, como lo demuestran las encuestas electorales y la que acaba de publicar CPI.
Las deducciones que sustentan la sentencia son absurdas e irracionales. Un solo botón basta y sobra para demostrarlo: dice que está probado que Fujimori dirigió un gobierno criminal e ilegítimo que, entre otras cosas, capturó y manipuló las instituciones de la administración de justicia.
¿Por qué entonces el señor César San Martín trabajó en 1993 como asesor del ministerio de Justicia de ese régimen, por qué asesoró a ese “dictadura” en la revisión de las leyes contra el terrorismo, por qué trabajó después como asesor de José Dellepiane en la reforma del Poder Judicial 1995-1998? ¿Acaso ya no habían ocurrido los casos Barrios Altos y La Cantuta, y La República ya acusaba a Fujimori de esos crímenes?
Si lo que sostiene la sentencia es verdad, entonces el juez San Martín debe ser enjuiciado y encarcelado como “colaborador de la dictadura”, pues existe abundante prueba documental que así lo acredita.
La historia, señores jueces, nos enseña que nuestra actual Constitución, pilar fundamental del desarrollo económico que estamos construyendo, y de la nueva institucionalidad democrática que vivimos, en la que ustedes se desenvuelven, fue aprobada en 1992 por el gobierno que pretenden descalificar ahora como ilegítimo para justificar una pena injusta, y refrendada por el pueblo en las urnas en 1993.
No puedo terminar este artículo sin expresar la lástima que he sentido –que seguro es compartida por gran parte de mis compatriotas- por las declaraciones de ciertos políticos, como Lourdes Flores, César Zumaeta o Luis Galarreta, que se han apresurado a declarar que la condena a Fujimori es justa, sin siquiera haberla leído, basándose en consideraciones meramente formales, demostrando frivolidad.
Veremos si reaccionan de manera distinta después de leer la sentencia, si cumplen con su obligación de defender el estado de Derecho, como le corresponde a los líderes de las sociedades democráticas. O si prefieren, una vez más, darle la espalda a la verdad y a la historia, por miedo a un ataque mediático. Veremos quienes son patriotas y valientes, y quienes son cobardes y convenidos.
(*) Periodista, director ejecutivo del Instituto Paz, Democracia y Desarrollo (Ipades)Por Víctor Robles Sosa (*)